El domingo anterior, finalmente
el PRI logró su retorno a Los Pinos.
Llega rodeado de un ambiente de rechazo y descalificación,
principalmente a través de las redes sociales, por parte de quienes consideran
que Enrique Peña Nieto -incluso él refirió que no hay “regreso al pasado”-
representa el resurgimiento de lo peor del sistema priista.
Esa es una idea razonable aunque quizá con un enfoque equivocado.
Después del año dos mil, sin la
verticalidad abusiva y brutal del presidencialismo surgió el empoderamiento de los gobernadores priistas que ya sin el
control central encima de ellos se extraviaron en una bacanal de poder.
Lo que se vivió después de la
llegada de Fox a la presidencia de la República, fue una escandalosa
regionalización de la prepotencia que caracterizó los mandatos de los
presidentes priistas. Sin nadie que los atropellara, los gobernadores tricolores de la alternancia se
convirtieron en dueños y señores de sus territorios.
Los mandatarios locales priistas dieron
muestras plenas de que los vicios de la cultura priista tienen raíces
profundas.
El saqueo del erario, el control
y la manipulación sobre los otros poderes locales, la persecución y la represión como
instrumentos de venganzas políticas y el manejo abusivo y patrimonialista de
los intereses públicos son parte de los rasgos característicos del mal llamado
“viejo PRI”, que siguen más vivos que nunca.
Humberto Moreira Valdez, Mario Marín
Torres, Tomás Yarrington Ruvalcaba, Eugenio Hernández Flores e incluso el
propio Peña Nieto, todos gobernadores durante la afortunadamente breve estancia
panista en Los Pinos, cargan sobre si acusaciones por graves actos contra el
interés público.
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