Se abotonó la vieja camisa hasta el cuello. Muchos años atrás que se la trajo su hijo la última vez que vino a visitarlo del norte a donde, como casi todos los muchachos de la ranchería, se largó empujado por el hambre.
Frotó la arrugada tela para medio componerla. Ya no recordaba cuando fue el último domingo que la usó. El último que fue a misa. Dos horas y media caminando al pueblo eran demasiado para sus viejos huesos. Además, aunque sentía remordimiento por pensarlo, le parecía que Dios los había olvidado.
- Tanto rezar y nada. -Tanto pedir una agüita pa la milpa y nada. Jodencia siempre hubo pero antes como quiera medio se las arreglaban pa pasarla. Ahora con los malos tiempos, la sequía, la vejez y los achaques que la acompañan las cosas estaban peor.
Su muchacho quería llevarselo con él. Pero ¿para qué? Aquí estaban sus raíces bien macizas y profundas. Su mujer y sus otros cinco hijos que se murieron de puras enfermedades estaban ahí en esta tierra, tan dificultosa siempre, pero al fin su tierra. La única que había conocido en sus casi setenta años.
Se paró en el hueco de la puerta. La resolana casi lo empujó para adentro. Con el polvo que arrastraba el vientecillo de la mañana, a pesar de ser tan temprano el calorón se sentía como venido del merito infierno. Se caló el viejo Stetson de paja que recibió de su hijo junto con la camisa. Al principio también lo usaba únicamente los domingos, pero por necesidad lo agarró para el diario.
Empezó a andar la vereda que comunicaba el caserío con el camino que llevaba al pueblo. Poco la usaban ya. A la cabecera municipal solo iban cuando había extrema necesidad. Ahora casi solo se acercaban hasta la orilla del camino para recoger la despensa que cada dos meses les entregaban “de parte del señor presidente”.
Se encontró con el matrimonio que vivía atrás de la loma donde estaba su casa. Se saludaron y en silencio, agobiados por el calor, continuaron caminando hacia el entronque donde se reunirían con el resto de los casi cincuenta habitantes del lugar.
Por ese camino de mulas, el único vehículo que entraba hasta ese yermo en el que se habían convertido sus tierras, con muchas dificultades por lo pedregoso del terreno, era el camioncito que cada quince días, si bien les iba, llevaba el agua que también era “de parte del señor presidente”.
El quejumbroso chofer, renegando siempre por el mal estado del camino y porque para llevarles el agua "tenía que andar casi entre el monte”, los sorprendió con su visita de la tarde anterior.
Venía con una invitación muy especial "del señor presidente”. Que si querían seguir recibiendo los “valiosos apoyos” que les mandaba, al día siguiente, a las meritas once, debían juntarse en la entrada del camino para que los llevaran al pueblo porque a las cinco tendrían la “honrosa y destinguida visita del señor candidato”.
2 comentarios:
Sería Bueno que en lugar de destinar esas Obcenas cantidades a las campañas politicas que son por demás absurdas e inecesarias se utilizara para combatir la pobreza pero claro esto jamás pasará en nuestro adorado y querido México, en fin pude imaginar cada fragmento del relato saludos!!!
Aunque imaginario, la verdad es que tu historia la puede uno acomodar en cualquier lugar de tamaulipas y de mexico. Pura crrupcion y raterismo que tiene al pais asi
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